AA.VV
Cómo preparar un cóctel melancólico.
Hablar de saudade, o de una cosmópolis según David Cronenberg; inyectarse, como una droga dura, escenas de Michelangelo Antonioni y Jim Jarmusch; divisar a un trapero en una playa, y que sea un trapero de Walter Benjamin filmado en la playa de Ostia por Nanni Moretti; perder algo y fotografiarlo al filo de la pérdida y no mostrar, jamás, esa fotografía. Que sea nuestra fotografía del Jardín de Invierno de la que habló Barthes. Levitar entre David Foster Wallace y Apichatpong Weerasethakul y vislumbrar fantasmas. Abismarse en la mano quemada de Ingeborg Bachmann. Recorrer las salas de un museo con Alexander Sokurov. Auscultar la discreta inquietud del cine de Éric Rohmer. Volver a la ciudad de la infancia y no hacer pie. Escuchar cómo conversan Alejandra Pizarnik y Simone Weil. Pisar la Arcadia en flor de Jonás Trueba. No mirar hacia atrás. Mirar hacia atrás. Perder a Eurídice. Caminar el lado de la sombra del cine de François Truffaut; enamorarse de Adèle H, su pájaro a cuerda. Imaginar el rostro de Cecilia de Roma que oculta la santa cincelada por Maderno. Extrañar a mares a Anna Magnani. Saber que su cine no puede volver. Poner a susurrar a Marguerite Duras y Richard Serra, en un square. Extender como un pañuelo el segundo que dura la eternidad. Ser un avión extenuado, cubierto de cenizas, que lleva en su ala el poliedro de Durero. Acurrucarse junto a ese avión, como si fuera un perro enfermo, ese avión pequeño y agotado que esculpió Anselm Kiefer.