MARINAS, MIGUEL
Lo que sigue es el rumor de un tiempo que transcurría casi en blanco y negro, porque el tecnicolor era claramente otra cosa. Era cine. Los sábados de colégiales con babis atados al cuello como capas, persiguiéndose a carterazo limpio (igual valía de escudo que de cimitarra la cartera) eran los pocos momentos reales que abrían un boquete en la rutina y la convertían en episodio de colores imprevistos. A veces lo hacían las voces de los charlatanes que ponían una tortuga en la mesa mientras vendían ungüento de serpiente y se cortaban un poco el dedo gordo para hacer ver el rápido efecto curativo echando un pegote del producto sobre el tajo, y luego pasaban a ofrecer, con total dominio de sí, pares y más pares de calcetines de nailon que llamaban de capitán general con mando en plaza. Otras, venía una procesión con incienso y tomillo y pétalos de rosa por el suelo, o una exposición mayor del santísimo a la que iba la gente por devoción y los niños obligados y entraban como mares o se veían cosas al mirar a los santos a la cara por entre el humo.
El aluminio, la tele, las mesas de formicas se abrían paso y convivían con calendarios de papelera con recibos de la luz y con imágenes de san Pancracio en los bares, Sagrados Corazones en las salitas de las casas y estampas de toda la corte celestial en los vasares de la cocina